domingo, 30 de diciembre de 2007


El eco de los aplausos sigue dando vueltas en mi mente. El proscenio caliente todavía, resultado de las idas y vueltas de los mismos actores de cada noche, el maquillaje corrido por el desgaste del monólogo final. Ha terminado la función, y como siempre, el teatro ha quedado en silencio, y mi cabeza girando, mareada, inundada por la adrenalina liberada durante la actuación, interpretando el papel que conozco a la perfección, pero que, cada vez, logra estremecerme de nuevo.

La soledad se amontona entre las piernas, el vino resbala de mis dedos y vuelve a caer, como todas las noches, en unos pies cansados, aburridos de andar cada vez el mismo camino, sangrados por la piedra perenne, que causa siempre el tropiezo y la herida que tarda en sanar. Cualquiera diría que es hora ya de aprender a esquivarla, pero sigo cayendo en su trampa, como si fuera la primera vez.

Aprieto en mis manos el ramo de flores obligado, único signo de que la función fue real, aparte de la taquicardia insistente. Doy la espalda a la primera fila, agradezco la pena y la gloria, camino hacia el camerino, a vestirme de nuevo con mis ropas habituales, pero me detengo por un momento, pensando en la próxima vez que pise este escenario, y un seguidor me apunta fijamente, me quito el sombrero, hago la reverencia cotidiana, y me retiro, a estudiar el mismo libreto, con la esperanza inútil, de cambiar el destino inevitable del personaje que soy yo, del guión que es mi vida, de la obra que, siempre con elenco diferente, se presenta con cierta periodicidad en este mismo teatro.

Poet@ EnRED@do, 30/12/2007

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